—Dios mío, ¿por qué le habré pedido que salga conmigo? —sollocé cuando recobré a medias el juicio.
Estaba frente al espejo del cuarto de baño antes de salir a cenar, intentando mejorar con maquillaje mi cara, hinchada de tanto llorar, para no parecer Nueva Orleans después del Katrina.
—El carpintero no es mi tipo —le expliqué a Kata—. Lleva barba. A mí no me van las barbas.
—Antes te parecían geniales —dijo Kata con una sonrisa burlona.
—¡Cuando tenía seis años!
Kata sonrió aún más ampliamente y me retocó la sombra de ojos.
—Además —dije—, Joshua es de Palestina. Y canta salmos.
—Seguro que quieres insinuar algo, ¿vas a decirme qué? —preguntó Kata.
—¿Y si Joshua es un pirado religioso? Y si resulta que es uno de esos tíos que toman clases de vuelo, pero no ponen mucho interés en aprender a despegar ni a aterrizar, sino sólo en chocar contra rascacielos.
—Vaya, qué mente más abierta y qué pocos prejuicios —señaló Kata.
Pensé si no debería avergonzarme de mis prejuicios, pero llegué a la conclusión de que no me daba la gana. Había tantas cosas de las que tenía que avergonzarme que mi capacidad de vergüenza estaba completamente agotada.
—La barba y las clases de vuelo no son más que pretextos —opinó Kata—, tienes mala conciencia por Sven.
—Me sabe mal haber quedado —admití.
—¿Qué tiene de malo un poco de diversión? —quiso saber Kata.
—¿Cómo puedo divertirme un día después de la boda del horror?
—Muy fácil, te divertirás cuando el carpintero te enseñe su herramienta...
La escruté con la mirada, ella cerró la boca y no hizo ningún comentario sobre echar clavos.
Volví la cabeza hacia el espejo y asumí que el maquillaje no puede superar la cara donde lo pones.
—Cancelaré la cita —anuncié.
—¿Y qué harás después? —preguntó Kata.
—Reflexionaré sobre mi vida...
—Huy, eso sí que suena divertido.
Tenía razón. Volvería a tumbarme en la cama y a pensar que necesitaba un piso, pero no tenía pasta para pagar ni el depósito ni a la inmobiliaria porque había pedido un crédito cuantioso para celebrar la boda que había arruinado. En última instancia, eso significaba que tendría que vivir un tiempo en casa de mi padre y tendría que continuar oyendo cómo Swetlana gritaba «¡Oh, sí!» mientras empujaba a una frecuencia ultrasónica que haría enloquecer a los perros.
Kata prácticamente me leyó el pensamiento y dijo algo muy convincente:
—Acude a tu cita. En cualquier sitio encontrarás algo mejor que la depresión.
***
—Buenas noches, Marie —me saludó sonriendo. Su sonrisa era realmente increíble. ¿Se blanquearía los dientes?
—Buenas noches, Joshua —contesté a su saludo.
Se sentó a mi lado. Esperé que dijera algo más. Pero no dijo nada, simplemente parecía contento de estar allí, mirando hacia el lago y disfrutando de los últimos rayos de sol, que le caían en la cara. Así pues, intenté poner en marcha la conversación:
—¿Cuánto hace que estás en Malente?
—Llegué ayer.
Eso era sorprendente.
—¿Y ya recibiste el encargo de arreglarnos el tejado? —pregunté perpleja.
—Gabriel sabía que tu padre necesitaba a un carpintero.
—¿Gabriel? ¿El pastor Gabriel?
—De momento me alojo en su cuarto de invitados.
Oh, Dios mío, ojalá Gabriel no le hubiera explicado que soy un desastre.
—¿Hace mucho que conoces a Gabriel? —pregunté para averiguar si el viejo pastor le había contado mi calamitosa actuación del día anterior en la iglesia—. Quiero decir que si os conocéis bien y habláis mucho.
—Gabriel ya conocía a mi madre. Le anunció que yo nacería —contestó Joshua.
Aquella afirmación era desconcertante. ¿Había tenido Gabriel en sus manos el test de embarazo de la madre de Joshua? Y, si era así, ¿por qué? No era ginecólogo. Y menos aún en Palestina. ¿Tendría algo con la madre?
Pero todas esas preguntas eran demasiado indiscretas para una primera cita y seguramente también lo habrían sido en la número diecisiete. Así pues, pregunté otra cosa.
—¿Cuándo te fuiste de Palestina?
—Hace casi dos mil años.
No sonrió al responder. O tenía el sentido del humor más seco del mundo o realmente tomaba clases de vuelo.
—¿Y dónde has estado viviendo durante esos dos mil años? —intenté bromear, sin estar segura al cien por cien de que él bromeaba realmente.
—En el cielo —contestó sin pizca de ironía.
—¡No hablas en serio!
—Claro que sí —respondió.
Y yo pensé: ¡Oh, mierda, toma clases de vuelo!
***
Intenté tranquilizarme: seguro que Joshua era un tío normal que ya llevaba tiempo en Alemania; de lo contrario, no dominaría tan bien el idioma. Era sólo que tenía un extraño sentido del humor y su broma habría sido simplemente un Lost in Translation.
Mientras aguardábamos a que nos trajeran la carta, callamos y contemplamos el lago. A Joshua no le molestaba el silencio. A mí, sí. La diversión era otra cosa.
¿Pero qué esperaba? ¿Cómo íbamos a estar en onda? Éramos demasiado diferentes. Él era religioso. Yo estaba deprimida.
Había tenido una idea de bombero. Pensé si no sería mejor levantarme y marcharme, explicarle que todo había sido un error. Aún no era demasiado tarde para irme a casa, acurrucarme debajo de las mantas y atormentarme preguntándome si algún día volvería a ser feliz sin tomar psicofármacos.
Joshua leyó en mi cara que me sentía abrumada y dijo algo colosal:
—Ahí hay un pájaro.
Y eso no fue lo más colosal.
—No siembra, no siega y, aun así, no tiene de qué preocupase.
Contemplé el pájaro, un ruiseñor, para ser exactos, y pensé que tampoco tenía que preocuparse por encontrar una pareja para toda la vida. Sólo por si algún italiano se lo zampaba al migrar al sur.
—Y las personas tampoco deberían preocuparse —prosiguió Joshua—. ¿Quién, con sus preocupaciones, puede añadir a su estatura un solo codo?
El hombre tenía razón, aunque daba la impresión de que había leído muchos libros de Dale Carnegie.
—No te inquietes por el mañana, porque el día de mañana ya tendrá sus propias inquietudes —dijo Joshua.
Era una frase simple. Pero hermosa. Y, si la pronunciaba un hombre con aquel carisma, aquella voz y aquellos ojos, te la creías.
Por primera vez desde mi «no» ante el altar, sentí un poquito de esperanza.
(Continuará ...)
David Safier.
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