El vagabundo, que dijo llamarse Frank y tendría unos treinta y pico largos, no le daba el mismo significado que yo a la palabra «compartir»: cogió nuestras pizzas y sólo nos dejó la ensalada que servían de guarnición, encharcada en vinagreta. Entretanto nos explicó que había pasado el último año en el talego por atracar una tienda Telekom porque no tenía dinero.
—¿Por qué una tienda Telekom y no un banco? —pregunté.
—Pensé que se lo habían ganado por tener unas tarifas tan opacas.
Se le podían reprochar muchas cosas a Frank, por ejemplo, su desinterés por el desodorante, pero su lógica tenía fundamento.
—¿Cómo llegaste a estar tan necesitado? —preguntó Joshua después de que Frank le hubiera explicado qué era una tienda Telekom.
Joshua le sirvió un poco más de vino al vagabundo. Demasiada compasión, consideré. Me incliné hacia él y le dije:
—Pagamos y nos vamos.
Pero Joshua recalcó:
—Continuaremos partiéndonos el pan con él.
Furiosa, pensé: «Con lo que apesta ese tío, ahora mismo partiría yo otras cosas.»
Frank ya estaba contestando la pregunta de Joshua:
—Perdí mi trabajo en la compañía de seguros.
—¿Por qué?
—Dejé de aparecer por el trabajo.
—¿Por algún motivo? —preguntó Joshua.
Frank titubeó, parecía albergar un recuerdo doloroso.
—Puedes sincerarte conmigo —dijo Joshua con su voz agradable y tranquilizadora, que te comunicaba: «Confía en mí. No te hará daño.»
—Mi mujer murió en un accidente de coche —explicó Frank.
¡Oh, vaya!, pensé.
—Y yo tuve la culpa.
Entonces me compadecí de Frank y le serví un poco de vino.
Y a mí también.
Frank nos habló del profundo amor que sentía por su mujer y de la terrible noche del accidente. Era la primera vez que se explayaba hablando de ello con alguien. Frank iba a una fiesta con Caro, su mujer. Circulaban por una carretera y un viajante hizo una maniobra de adelantamiento por el carril contrario. Los coches chocaron de frente y Caro murió en el acto. Y tenía tantos planes en la vida: por ejemplo, acababa de empezar un curso de la danza del vientre.
—¿Conducías demasiado deprisa? —pregunté.
Frank movió la cabeza.
—¿Podrías haber reaccionado de otra manera? —insistí.
De nuevo movió la cabeza.
—Entonces, ¿por qué tienes tú la culpa? —pregunté tragando saliva.
—Porque... porque ella murió y yo no —contestó, y se echó a llorar.
Por primera vez había hablado con alguien de sus sentimientos de culpa y por primera vez podía dar rienda suelta a su tristeza. Joshua le cogió la mano, lo dejó llorar un rato y luego le preguntó:
—Tu mujer, ¿era una buena persona?
—Era la mejor —respondió Frank.
—Entonces, selo tú también —dijo Joshua con su voz suave y convincente.
Frank dejó de llorar y preguntó con ironía:
—¿No tengo que atracar más tiendas Telekom?
Joshua movió la cabeza.
Frank apartó el vino, nos dio las gracias de todo corazón, se levantó y se fue. Casi podías hacerte a la idea de que se mantendría sobrio una temporada. Caramba, aquel Joshua podría ganar mucho dinero con una clínica de desintoxicación en Beverly Hills.
—A veces sólo hay que escuchar a un hombre para ahuyentar sus demonios —dijo, y me sonrió.
De repente me pareció genial haber compartido el pan.
David Safier.
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