miércoles, 6 de abril de 2011

Valentine's Day, Chapter 5.




Joshua y yo salimos del restaurante y caminamos un rato en silencio por la orilla del lago hacia el centro de la ciudad. Esa vez, el silencio no me molestó. Contemplaba con Joshua la puesta de sol. En el lago de Malente no era tan impresionante como en Formentera, pero sí lo bastante bonita para disfrutar de unos momentos fantásticos.
Joshua me desconcertaba: a veces quería huir de él, a veces sólo escuchar su voz, a veces notaba el irreprimible impulso de tocarlo. Y no tenía muy claro si él también sentía ese impulso. Considerándolo de manera objetiva, no me había dado ningún motivo para pensarlo. En ningún momento me había escaneado el cuerpo de arriba abajo ni había insinuado nada. ¿Por qué no? ¿Tan poco atractiva me encontraba? ¿No era lo bastante buena para él? ¿Qué se había creído? Siendo carpintero, ¡seguro que él tampoco era el objeto de deseo más valorado en el mercado de singles!
¿Por qué me miras tan enfadada? —preguntó Joshua.
Nada, nada —respondí avergonzada—. Es sólo que, a veces, pongo cara de amargada.
Eso no es cierto —replicó—. Tienes una cara afable.
Lo dijo sin rastro de ironía. De hecho, estaba anacrónicamente falto de ironía. En ningún momento me había dado la sensación de que sus acciones o gestos parecieran artificiales, estudiados o efectistas. Seguramente creía que yo tenía una cara afable. ¿Era un cumplido? Al menos era mejor que el eterno «amo todos tus kilos» de Sven.
Sonreí. Joshua me devolvió la sonrisa. Y lo interpreté favorablemente como una insinuación.

* * *

Joshua me acompañó a casa de mi padre; yo iba contenta y un poco piripi. Hacía mucho que no bebía tanto vino como con aquel hombre (que, sorprendentemente, parecía la mar de sobrio; ¿estaba acostumbrado a beber o su metabolismo era mejor que el mío?). Seguramente, también había sido la velada más extraña que jamás había pasado con un hombre, si exceptuamos la ocasión en que, al encontrarnos en un hotel lleno en Formentera, Sven me dijo que no pasaba nada si compartíamos la habitación con su madre por una noche.
Joshua agradaba a la gente. Y a mí también me agradaba. Pero no estaba del todo segura de que eso fuera mutuo. ¿Me encontraba atractiva? Aún no me había mirado los pechos. ¿Era homosexual? Eso explicaría por qué era tan tierno.
Ha sido una noche maravillosa —dijo Joshua con una sonrisa.
Oh, ¿sí que me encontraba atractiva?
He comido, he cantado y, sobre todo, me he reído —explicó Joshua—. Hacía mucho que no había pasado una noche tan maravillosa en este mundo. Y tengo que agradecértelo a ti, Marie. ¡Gracias!
Me miró muy agradecido con sus fantásticos ojos. Casi podías creerte que hacía mucho que no se divertía tanto.
Si querías, también podías interpretarlo como una muestra de interés por mí. ¡Y yo quería! Si las piernas me hubieran temblado un poquito más, habrían bailado el charlestón.

* * *

¿Quieres entrar un momento? —pregunté sin pensar, y enseguida me espanté: ¿mi maldito subconsciente quería irse a la cama con aquel hombre?

¿Para qué? —preguntó Joshua, sin ninguna malicia.
No, no podía irme a la cama con él. Sería un error por muchos motivos: por Sven, por Sven y por Sven. Y también por Kata, a la que oiría durante años haciéndome comentarios sobre clavos.
¿Marie?
¿Sí?
Te he hecho una pregunta.
Sí, es verdad —confirmé.
¿Y vas a contestarla?
Claro.
Callamos.
¿Marie?
¿Sí?
Ibas a contestarme.
Ejem, ¿cuál era la pregunta?
¿Por qué tengo que entrar? —repitió Joshua suavemente.
Al parecer, realmente no tenía ni idea. De locura. Era tan inocente. Eso aún lo hacía muchísimo más atractivo.
Pero, si no tenía ni idea de lo que yo quería de él, a lo mejor me resultaba fácil escurrir el bulto y librarme de cometer el siguiente error. O peor aún: de recibir calabazas.
Seguro que podía darle un giro al asunto sin problema. Lo único que tenía que evitar con mi cabeza entrompada era responder algo tan capcioso como «tomar un café».
¿Qué quieres que hagamos? —preguntó de nuevo Joshua.
Echar un clavo.
—¿Echar un clavo?
¡Maldito vino!
—Eh... quería decir echar un calvo.
—¿Un calvo?
—Sí —dije, y sonreí con una mueca.
—¿Y eso qué es?
Dios mío, ¿cómo iba yo a saberlo?
—Yo..., ejem..., quiero decir poner clavos..., arreglar el tejado —me apresuré a explicar.
—¿Quieres que nos pongamos a trabajar en el tejado?
—¡Sí! —contesté, contenta de haber conseguido dar el giro.
—Pero, a estas horas, despertaremos a tu padre y a tu hermana —señaló Joshua.
—Exacto, ¡y por eso lo dejaremos correr! —exclamé, un poco pasada de rosca.
Joshua me miró extrañado. Yo sonreí tímidamente.
—Bueno, pues entonces echaremos clavos mañana —dijo.

(Continuará ...)

David Safier.

*●๋• Cαlouяiηhα ●๋•*●

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Valentine's Day, Chapter 4. parte 1.


El vagabundo, que dijo llamarse Frank y tendría unos treinta y pico largos, no le daba el mismo significado que yo a la palabra «compartir»: cogió nuestras pizzas y sólo nos dejó la ensalada que servían de guarnición, encharcada en vinagreta. Entretanto nos explicó que había pasado el último año en el talego por atracar una tienda Telekom porque no tenía dinero.
—¿Por qué una tienda Telekom y no un banco? —pregunté.
—Pensé que se lo habían ganado por tener unas tarifas tan opacas.
Se le podían reprochar muchas cosas a Frank, por ejemplo, su desinterés por el desodorante, pero su lógica tenía fundamento.
—¿Cómo llegaste a estar tan necesitado? —preguntó Joshua después de que Frank le hubiera explicado qué era una tienda Telekom.
Joshua le sirvió un poco más de vino al vagabundo. Demasiada compasión, consideré. Me incliné hacia él y le dije:
—Pagamos y nos vamos.
Pero Joshua recalcó:
—Continuaremos partiéndonos el pan con él.
Furiosa, pensé: «Con lo que apesta ese tío, ahora mismo partiría yo otras cosas.»
Frank ya estaba contestando la pregunta de Joshua:
—Perdí mi trabajo en la compañía de seguros.
—¿Por qué?
—Dejé de aparecer por el trabajo.
—¿Por algún motivo? —preguntó Joshua.
Frank titubeó, parecía albergar un recuerdo doloroso.
Puedes sincerarte conmigo —dijo Joshua con su voz agradable y tranquilizadora, que te comunicaba: «Confía en mí. No te hará daño.»
—Mi mujer murió en un accidente de coche —explicó Frank.
¡Oh, vaya!, pensé.
—Y yo tuve la culpa.
Entonces me compadecí de Frank y le serví un poco de vino.
Y a mí también.
Frank nos habló del profundo amor que sentía por su mujer y de la terrible noche del accidente. Era la primera vez que se explayaba hablando de ello con alguien. Frank iba a una fiesta con Caro, su mujer. Circulaban por una carretera y un viajante hizo una maniobra de adelantamiento por el carril contrario. Los coches chocaron de frente y Caro murió en el acto. Y tenía tantos planes en la vida: por ejemplo, acababa de empezar un curso de la danza del vientre.
—¿Conducías demasiado deprisa? —pregunté.
Frank movió la cabeza.
—¿Podrías haber reaccionado de otra manera? —insistí.
De nuevo movió la cabeza.
—Entonces, ¿por qué tienes tú la culpa? —pregunté tragando saliva.
—Porque... porque ella murió y yo no —contestó, y se echó a llorar.
Por primera vez había hablado con alguien de sus sentimientos de culpa y por primera vez podía dar rienda suelta a su tristeza. Joshua le cogió la mano, lo dejó llorar un rato y luego le preguntó:
—Tu mujer, ¿era una buena persona?
—Era la mejor —respondió Frank.
—Entonces, selo tú también —dijo Joshua con su voz suave y convincente.
Frank dejó de llorar y preguntó con ironía:
—¿No tengo que atracar más tiendas Telekom?
Joshua movió la cabeza.
Frank apartó el vino, nos dio las gracias de todo corazón, se levantó y se fue. Casi podías hacerte a la idea de que se mantendría sobrio una temporada. Caramba, aquel Joshua podría ganar mucho dinero con una clínica de desintoxicación en Beverly Hills.
—A veces sólo hay que escuchar a un hombre para ahuyentar sus demonios —dijo, y me sonrió.
De repente me pareció genial haber compartido el pan.



David Safier.

*●๋• Cαlouяiηhα ●๋•*●

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Valentine's Day, Chapter 4.



Decidí quedarme y darle a la cita el tiempo de una pizza. Giovanni trajo la carta y Joshua no se aclaraba. Incluso tuve que explicarle qué era una pizza. Al final se decidió por una vegetariana.
—La carne y el queso juntos no son kosher —dijo para explicar su elección.
—¿Kosher? ¿También lo dicen los musulmanes? —pregunté.
—Yo no soy musulmán. Soy judío.




Un judío de Palestina, qué cosas, pensé, y me alegré, porque los judíos normalmente no volaban contra los rascacielos. Pero enseguida me pregunté si Joshua no sería uno de esos colonos judíos locos de atar. Aunque, si fuera un colono judío loco de atar, tendría que llevar tirabuzones, ¿no? Y ¿cómo se hacían los tirabuzones, con un rizador de pelo?
—¿Y tú? —Joshua interrumpió mi incursión mental en la peluquería ortodoxa judía.
—Eh... ¿qué? —pregunté.
—¿En qué dios crees?
—Bueno, ejem... Yo soy cristiana —respondí.
Joshua esbozó una sonrisa. Yo no tenía ni idea de dónde estaba la gracia. ¿Le había explicado Gabriel algo de mí?
—Perdona —dijo—. Pero aún tengo que acostumbrarme a que la palabra «cristiano» sirva para señalar a un creyente.
Entonces, Joshua se echó a reír. Sólo un poquito, no muy fuerte. Pero aquella risa suave bastó para crearme una sensación de bienestar enorme.

En los minutos siguientes, por fin charlamos. Le pregunté dónde había aprendido su oficio y me explicó que se lo había enseñado su padrastro.
¿Padrastro? ¿Era hijo de divorciados y neurótico como yo? ¡Ojalá no!
Giovanni nos sirvió y Joshua paladeó la pizza y la ensalada como si realmente fuera la primera vez que comía algo en dos mil años. Incluso se mostró entusiasmado con el vino:
—¡Cuánto lo he echado de menos!
Al carpintero le fue entrando lentamente algo así como alegría de vivir. Charlamos cada vez más animados y yo le expliqué:
—De pequeña me gustaban las barbas. ¡Yo también quería tener barba!
Joshua se echó a reír de nuevo.
—¿Y sabes qué me contestó mi madre? —pregunté.
—Cuéntamelo —me pidió de buen humor.
—Dijo: las barbas son un cementerio para restos de comida.
Joshua soltó entonces una carcajada; por lo visto, conocía el problema.
Fue una carcajada fantástica.
Tan afectuosa.
Tan abierta.
—Hacía una eternidad que no me reía —constató Joshua.
Se quedó pensando en algo y luego, desde lo más profundo del alma, dijo:
—Reír es lo que más he echado de menos.
Y yo nunca me había alegrado tanto de hacer reír a alguien.

Sí, aquel hombre era raro, extraño, poco común... Pero, en verdad os digo, verdaderamente fascinante.

* * *



Quería saber más cosas de Joshua y decidí llevar la cita a la siguiente fase. En la que se tantea si el otro tiene novia. Y, si no es el caso, si hay por ahí una ex a la que todavía llora.
—¿Quién te hacía reír antes? —pregunté.
—Una mujer maravillosa —respondió.
Lo de que hubiera una mujer maravillosa en su vida me fastidió más de lo que debería haberme fastidiado.
—¿Qué... qué ha sido de ella?
—Murió.
¡Oh, vaya! Si hubiera querido algo de él (lo cual, naturalmente, no era el caso, pero podría ser que algún día lo fuera), me daría de narices contra una muerta. Eso sería muy desagradable, y no sólo por el olor a putrefacción.
Por lo tanto, decidí no querer nunca nada de Joshua.
Pero entonces vi su mirada triste, olvidé lo de «nunca querer nada» y estuve a punto de estrecharlo entre mis brazos para consolarlo.
Daba la impresión de que no lo habían abrazado muy a menudo.
—Se llamaba como tú —explicó Joshua con la mirada llena de melancolía.
—¿Holzmann? —pregunté sorprendida.
—No. María.
Dios mío, ¡seré tonta!
—María tenía mucha gracia burlándose de los rabinos —elogió.
—¿Rabinos? —balbuceé confusa.
—Y de los romanos.
—¿¡¿Romanos?!?
—Y los fariseos.
Vale, me dije, y procuré no pensar en tornillos sueltos.
—Aunque no había que burlarse de los fariseos —concluyó Joshua.
—Sí... No..., claro que no —respondí balbuceando—, los fariseos... no tienen gracia.
Joshua miró hacia el lago, seguramente estaría pensando en su ex, y luego dijo:
—Pronto volveré a verla.
Una afirmación un poco morbosa.
—Cuando el reino de los cielos se erija en la Tierra —completó Joshua.
* * *
¿Reino de los cielos? En mi cerebro saltó la alarma roja. El capitán Kirk estaba sentado en el puente de mando, situado en la parte anterior del cerebro, y gritó por el intercomunicador:

—¡Scotty! ¡Tenemos que largarnos! ¡Sácanos de aquí ahora mismo!
Scotty contestó desde la sala de máquinas, situada en el cerebelo:
—Imposible, capitán.
—¿Por qué?
—Todavía no hemos pagado la pizza.
—¿Cuánto tardará Giovanni en traer la cuenta? —rugió Kirk, ahogando con su voz la alarma, que cada vez aullaba con más fuerza.
—Al menos diez minutos. Ocho si gritamos «deprisa, deprisa, rápido, por favor, queremos pagar» —fue la respuesta que llegó de la sala de máquinas.
—No tenemos ocho minutos, ¡nos está explicando no sé qué del reino de los cielos!
—Entonces estamos perdidos, capitán.
Puesto que no podía marcharme, sólo me quedaba una alternativa. Tenía que cambiar de tema. Busqué desesperadamente una salida a aquella conversación y la encontré.
—Oh, mira, Joshua, hay alguien meando entre los arbustos.
De acuerdo, hay maneras más elegantes de salir de una conversación.
Pero, efectivamente: a orillas del lago había un sin techo orinando en unos matorrales. Sí, incluso en un lugar tan idílico como Malente había parados, gente que vivía de las ayudas sociales y gente que charlaba animadamente con las farolas en la zona peatonal.
—Ese hombre es un mendigo —constató Joshua.
—Sí, eso parece —repliqué.
—Tenemos que compartir el pan con él.
—¿Qué? —exclamé perpleja.
—Compartiremos el pan con él —repitió Joshua.
«¿Compartir el pan?», pensé. «Eso sólo se hace con los patos.»
Joshua se levantó, dispuesto realmente a acercarse a aquel hombre, un poco grueso y sin afeitar, para invitarlo a sentarse a nuestra mesa. La cita estaba a punto de convertirse en un viaje alucinante.
—No tenemos que compartir el pan con él —dije en voz muy alta y un poco aguda.
—Dame una razón para no hacerlo —contestó Joshua serenamente.
—Hmmm —busqué un argumento razonable, pero sólo encontré—: No... no tenemos pan, sólo pizza.Joshua sonrió.

—Entonces compartiremos la pizza. —Con estas palabras se fue hacia el sin techo y lo trajo a la mesa.

(Continuará ...)

David Safier.

*●๋• Cαlouяiηhα ●๋•*●

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